Para el calor sin misericordia tenemos dos variedades de lo que se suele llamar gazpacho. El que ahora nos parece más común, con base de tomate, y la versión antigua: el ajoblanco.
El gazpacho rojo, el de tomate, es conocido en todas partes. Sin embargo se trata de una receta casi de anteayer, que no encontramos en ningún recetario antes del siglo XIX. El tomate tuvo mala prensa desde que llegó de América. Popularmente se consideraba una planta venenosa. O sospechosa. En principio era cara, por supuesto. No se fiaban de él.
Sin embargo, el ajoblanco tiene solera. Romana. Era entonces un plato común, tanto en su variedad modesta y popular, con base de harina de habas secas, como en la versión que hoy solemos consumir y que entonces pocos podían permitirse, o no a diario: la de almendras.
Existen variedades infinitas. Aquí tenéis una:
Necesitamos cien gramos de almendras crudas y peladas, la misma cantidad de miga de pan duro, agua muy fría, aceite de oliva virgen, sal, pimienta, entre uno y dos dientes de ajo, y unas uvas. Variedad, la que prefiráis.
La miga se remoja en agua helada. Se añaden las almendras, los ajos, el aceite, la sal y la pimienta. Batidora hasta conseguir una sopa muy blanca con una ligera textura, nunca aguada. De ahí a la nevera.
Se consume muy frío, decorado con unos granos de uva. También existen variantes a la hora de decorar, de modo que imaginación y probadlo. No os defraudará.
Wikimedia Commons.